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Samos: venturas y desventuras del Camino de Santiago

Pasar por donde tantos otros pies han pisado.

– SAMONENSA: ¿De dónde vienes?
– YO + MOCHILA (condición indisoluble): Desde O Cebreiro
– SAMONENSA: Eso está muy alto, cerca del cielo

La primera vista del monasterio de Samos es desde lo alto, como diría la primera señora con la que me encontré en el pueblo: “cerca del cielo”. Aún así, lejos de sentirse pequeño, se ve inmenso. Cuando empiezas a descender lo pierdes de vista, para encontrártelo de nuevo una vez que estás bien metida en el pueblo.

Samos desde lo alto

Ese día me desperté en Triacastela sobre las 6 de la mañana, hice la mochila y salí a buscar una cafetería para esperar a que amaneciera. Después del desayuno y con algo más de claridad, me enfrenté a la primera decisión del camino: continuar hacia Sarria por Samos o por San Xil. Lo tenía más o menos decidido así que tomé el camino hacia Samos. La primera parte transcurre por carretera, pero a los cuatro kilómetros, al llegar a San Cristovo do Real, la flecha amarilla te saca del asfalto y te introduce en senderos. Desde ese momento el agua te acompaña. Son los sonidos del río Oribio, con sus pequeños saltos, de más o menos intensidad, regueras que caen, a veces más cerca y otras más lejos… El camino se adentra por sendas verdes de bosques de castaños y robles, donde a ratos no te encuentras con ningún otro peregrino, se atraviesan aldeas minúsculas (Renche, Lastres, Freituxe, San Martiño…) y algunos árboles se alzan inmensos. En ese momento, pienso que podría pasarme así la vida, andando sin prisa, prestando atención a cada sonido, fotografiando hórreos e iglesias rodeadas de cementerios.

El sonido del agua acompaña desde Triacastela a Samos

Caminos fáciles

Aldeas de camino a Samos

El camino a Samos

Árboles que se alzan metros y metros

La primera parte de ese día siento una especie de nostalgia rara porque no quiero que acabe. De repente, desde lo alto, aparece Samos y su monasterio rodeado de montañas y pienso que, a pesar de ser las 11 de la mañana y no haber hecho ni 10 kilómetros, es ahí donde quieres pasar el día.

Desciendo y ya en el pueblo me encuentro con los primeros vecinos que, aún hartos de peregrinos, tienen ganas de conversación.

Paseo por el pueblo hasta llegar al monasterio benedictino de San Julián de Samos. Allí el hermano portero me pone “el sello más bonito de todo el Camino” y, después de cobrarme tres euros, me empuja al interior del monasterio. Cojo la visita guiada al comienzo. La guía nos explica que un incendio en 1951 asoló el monasterio, destruyendo gran parte de la construcción y casi toda su biblioteca. Recorremos con ella los claustros, nos descubre los efectos visuales de las pinturas dedicadas a San Benito y visitamos la iglesia barroca con toques neoclásicos. Su órgano se puede escuchar todos los días en la misa de las 19:30. Salgo de allí con más motivos para quedarme en Samos: escuchar ese órgano y pasar la noche en la hospedería del monasterio.

La portada de la iglesia del Monasterio de Samos

Claustro del monasterio de Samos

El otro claustro del monasterio. En él viven 15 monjes

Las pinturas son posteriores al incendio y esconden algunos efectos visuales que te explican en la visita.

La hospedería del Monasterio no abre hasta las 3 de la tarde y me fui a ver la capilla del ciprés, una pequeña construcción del siglo IX al lado de un árbol gigante, que dicen que es, tan antiguo como ella. El entorno de la capilla es un lugar único, con senderos, el río Sarria, fuentes, bancos para sentarse…

Capilla del ciprés (dicen que el árbol es tan viejo como ella)

Tan segura estaba de quedarme en Samos que hice una rutita circular alrededor del monasterio para verlo bien desde todos los ángulos (anda que si no iba a caminar de más) y fue ahí cuando me empezaron a surgir las dudas: “pues anda que si el segundo día me paro a los 1o kilómetros no llego a Santiago ni de cachondeo”, “así no me da tiempo a hacer la extensión a Finisterre” y también sentí una especie de horror vacui a estar parada: “qué voy a hacer hasta la hora de dormir en este pueblo”. Qué dura es la tranquilidad cuando no se está acostumbrada a ella.

Los “hayque” me alcanzaron en el camino y con tan “poderosos razonamientos” obvié mi instinto, dejé Samos y me dispuse a caminar unas cuantas horas más. Gran error porque la decisión me costó un dolor de rodillas, una visita al médico y dos días de reposo en Portomarín. La próxima vez me hago  caso. Lección aprendida.

Proxima entrega: el camino de Samos a Sarria (esto va por fascículos)

 

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